Por Aníbal Costilla
Mario Flores (Salta, 1990), ha escrito tres novelas inquietantemente arrolladoras. Desde la aparición de Hikaru: El poder de los elementos (2018/2022), Cacería (2022), las dos por editorial Nudista (Córdoba), y Queridos terrícolas (Kala Ediciones, Cafayate, 2022) hasta esta última entrega, Diosas mutantes (2023), nuevamente por Editorial Nudista, se consolida como un autor original, un narrador incisivo y visceral. En la presentación de este libro en la página oficial de la editorial, se lee: La nueva novela de Mario Flores sorprende por su imaginación y crudeza […] Pero es necesario ir más allá para adentrarnos en la historia, para quedar en ella y abrirnos a la experiencia de una lectura oscura e inquietante. En esta nueva novela, el autor renueva su pacto con lo experimental, sigue diciendo la web de Nudista. Y esta también es una forma de tensionar la narrativa, desandar mecanismos estereotipados y barajar renovadas apuestas, lo que nos acercaría a un realismo que mezcla elementos exóticos tanto como cotidianos, creando una tensa atmósfera que siempre está a punto de estallar. El peligro a quedar atrapado en la tormenta es inminente, más allá de la primera gran tormenta enunciada, la inaugural, esa que inicialmente se cierne sobre la ciudad pestilente, donde los residuos radioactivos irán resquebrajando y carcomiendo los cimientos de una sociedad cada vez más putrefacta y desvergonzada en el más amplio sentido.
Lo que aquí nos atrapa es la potencia con la que se narran las peripecias de Devi, la protagonista. Al comienzo, estar rodeada de muerte, acciona en ella el complejo e inexplicable impulso de seguir viviendo, mas no sea por el sólo hecho de sobrevivir y reponerse al derrumbe, al aluvión que, solo con el sentido pleno de la supervivencia, se es capaz de construir el futuro. El lenguaje se ensucia en los barriales de la realidad. Es un niño en sillas de ruedas que babea mirando las luces cegadoras de un canal de televisión; es la madre que hace de su condición especial un negocio inescrupuloso; es un charlatán con ínfulas de maestro de filosofía new age que se aprovecha sexualmente de adolescentes. En fin, quien crea caminar confiado luego de la tormenta, debe cuidarse de no resbalar, porque las manchas esperan agazapadas, para saltar encima de la viviente, como la contaminación, que se abre paso con la fuerza de un ritual incalificable. Le hicimos una serie de preguntas al autor de Diosas mutantes, y esto nos respondió:
“Diosas mutantes” mezcla datos de la realidad con otros construidos desde una perspectiva necesariamente ficticia, ¿cuánto de unos y de otros crees que prevalece en el desarrollo de la novela?
Lo más interesante a la hora de enfrentarnos a una novela es no preguntarnos cómo aparece la realidad en la ficción, sino preguntarnos cómo opera la ficción en la realidad. Hay muy pocos registros de la realidad en lo que escribo: a la hora de tramar una novela, no colecciono noticias ni datos, no investigo (en el sentido académico de la palabra), tampoco busco ni pido información: sencillamente me aboco a la construcción de la historia. Todo es ficción: hasta aquello que es familiarmente terrible como la realidad y nos hace sospechar de dónde habrá salido, si pasó de verdad o no, querer corroborar datos, etc. Para “Diosas mutantes”, un libro que comencé a escribir en 2018 y que pasó por varias versiones, tenía un pequeño relato inicial que sí deviene de la realidad: durante 2011 fui contratado como ghostwriter por un devoto de Sai Baba para escribir su satsang o crónica de vida, que luego fue a presentar a India. Tenía muy metido en la cabeza escribir algo que tuviera esa experiencia como base: por supuesto, como siempre pasa con los planes meticulosamente diagramados, la historia me llevó por otro lado. En la novela esto aparece pero da paso a otras cosas de mayor intensidad. Por eso desconfío mucho de basarme en hechos reales o autobiográficos, porque ahí no reside el núcleo de la narración, y la perspectiva de la primera persona suele entorpecer lo narrado con reflexiones o remembranzas que no le aportan nada a la historia. Los únicos datos de la realidad que son fáciles de corroborar son referencias culturales, como para ubicarse geográficamente en la historia. El resto salió todo de la obsesión y lo traumático: escribir una novela es como un proceso analítico para darle forma a la obsesión.
Hay momentos del libro en que pareciera que, como autor, elaboras distintas críticas al sistema (social, político, religioso, moral, artístico-cultural, etc.) –o lo que alguien podría llamar denuncias– y que los personajes viven sus experiencias como excusas para dar rienda suelta a aquellas. ¿Cuál fue el objetivo al centrar los episodios desde esa mirada tan tajante, o desde ese abordaje crítico?
Escribir es en sí mismo un acto de denuncia. La narración no tiene la obligación de reflejar los gustos u opiniones del autor (mucho menos del público): actualmente noto demasiado cuidado (o necesidad) en que la posición del autor quede clara y pública en términos personales, sacrificando el verdadero valor del libro. Este libro narra ciertos tópicos que se relacionan con la violencia, el abuso sexual, la política del éxtasis, el abuso eclesiástico y la decadencia discursiva de las grandes instituciones: ahí siempre habrá un modo de presentar estos elementos desde su estado más crítico (y en el contexto actual con mayor razón) ya que toda novela puede servir como representación crítica de esas realidades. A veces, en una novela te enterás más del estado crítico de la realidad que leyendo el diario de la mañana. Los personajes sufren esas incertidumbres y condiciones críticas, al igual que la gente en la vida real, y recorren los capítulos de la novela entre el cinismo y la denuncia, la tristeza o la autodestrucción, igual que en la vida real. Mi objetivo, con este libro, era claro: no cuidarme ni frenar ningún tipo de visceralidad social, étnica o patriarcal; no temer a la cancelación ni al mandato de lo políticamente correcto.
Se puede observar una relación entre pobres, clases bajas o marginales y lo religioso. ¿Qué opinas de esa vinculación y cómo trabajaste la misma en la novela?
En Salta, la relevancia de la religión tradicional (el catolicismo) es parte importante de su idiosincrasia y de su poder adquisitivo: el turismo religioso es una gran fuente de ingresos y de discursos de poder, y toma posiciones verticales respecto a la cultura, la educación, el periodismo y hasta en la idea de “salteñidad”. Por eso es importante prestar atención a cómo el arte y las producciones literarias o editoriales toman este tema. Quienes más sufren estas operaciones mediáticas o culturales, son los territorios más humildes, los pueblos de frontera y las comunidades originarias que han sido educadas de acuerdo a la catequesis; y quienes operan del lado de la Iglesia siempre son los grupos empresariales, las cámaras de turismo y el sector privado que mueve tanto el comercio como la agenda social. Sin embargo, tal vez por costumbre, se naturaliza el no analizar ni señalar estos hechos. En “Diosas mutantes”, a la hora de narrar una ciudad que tiene evidentes parentescos con el noroeste argentino del mundo real, no podía omitir esta escenografía crítica: allí aproveché para agotar por completo este tema: desde lo racial y lo sexual, pasando por los clásicos casos milagrosos y el negocio que suponen, hasta el grado último de lo ritual y lo sobrenatural. Porque, así como es claro el elemento de la religión en la novela, también lo es una crítica a las “salvaciones alternativas”, el coaching y el new age, que trabajan con las mismas herramientas.
La gran mayoría de las mujeres que aparecen en el libro sufrió abusos sexuales, algunas fueron asesinadas, siendo todas adolescentes. ¿Pensás que estos hechos siguen sin obtener la importancia jurídica necesaria en la actualidad, y que el libro abre diversos interrogantes en ese sentido?
Creo que, cuando noticias similares sobre violencia de género o la matanza sistemática de mujeres aparecen en los canales de noticias o en el feed de una app, el público está acostumbrado al impacto individual por vía mediática (sorprenderse, emocionarse, sentir bronca, a lo sumo comentar algo, etc.), pero cuando lo ves en una obra (un libro, una pintura, una película) genera escándalo y enojo (tanto hacia la obra como hacia el autor). Aparece una suerte de indignación por la idea de representatividad: de que la literatura debe mostrar lo bello, lo positivo, lo que genere un buen sentimiento de identificación. Entonces, a la hora de narrar ciertas problemáticas, se presenta la oportunidad de establecer nuevas preguntas: quiénes somos frente a la obra que nos interpela desde el horror humano, y de qué clase de sociedad negacionista formamos parte. En los últimos años, se publicaron muchas obras que tocaban estos temas graves y urgentes, pero siempre con un cierto tono de autodefensa: que sepamos que quien escribe no es un violador, que sepamos de antemano que el que escribe sobre esto lo hace por amor o servicio a la prevención. Eso es una conducta repugnante: la literatura no se defiende a sí misma ni opera en términos panfletarios. Sus territorios de funcionalidad son otros. Además, si la novela llega a entenderse según cánones regionales o localistas, también servirá -espero- para ver en qué estado de reflexión sobre estos temas se encuentra la comunidad donde el libro llegue. Somos lo que leemos, y debemos responder ante aquello que -por prejuicio, ignorancia y orgullo por la propia mediocridad- elegimos no leer.
La historia se narra con un procedimiento poco común en la narrativa del norte argentino. ¿Cómo pensaste su arquitectura temporal? ¿Qué piensas sobre las formas actuales de producción novelística en lo nacional y regional?
Me gusta el término “arquitectura temporal”. Desde el principio, sabía que este libro estaría compuesto a modo de ensamblaje: sabía bien cómo quería que ese montaje quedara (me lo imaginaba incluso en términos de diseño editorial, de maquetación, porque considero que no escribo archivos de Word: escribo libros). Tanto los bloques de texto como la forma en que está estructurada la novela (son cinco capítulos) tienen grandes saltos de tiempo y espacio: no es mi costumbre detenerme en descripciones ampulosas, sino abarcar la mayor escenografía en un relato que se mantenga fluido. Hay una suerte de aceleracionismo que también influye en esa forma de ordenar las voces (la novela está en tercera persona pero existe una polifonía que constantemente se inmiscuye en el texto). Es ejercitar una forma experimental de escribir, de contar: puedo mencionar a Francisco Bitar y Bob Chow (sobre cómo estructurar una novela desde lo fragmentario y, algo que quise ejercitar mucho en mi libro, el uso de la analepsis no como flashback sino como herramienta de diseño: el libro no va del 1 al 5 sino que varía, retrocede, vuelve al inicio, etc.), y Ariana Harwicz y Pablo Farrés (cuyas lecturas me ayudaron a entender cómo narrar de la forma más eficiente todo aquello que está lejos de la convencionalidad del relato general). Además, fueron lecturas que mostraron cómo el caos, lo terrible y lo visceral configuraban esta atmósfera en “Diosas mutantes”, para que el libro fuera equilibrado y no tuviera altibajos. Daniel Medina, escritor salteño, dice que la oscuridad en mi novela se mantiene de principio a final, y era eso lo que me preocupaba: que algo arranque con potencia y luego se vuelva “normal”. Actualmente, la novela como género en Salta ya dejó de ser ese género literario infrecuente (que lo era con razón, debido a que es más difícil y costoso editar novela que poesía), y hay grandes ejemplos de ello. Sin embargo, un punto en común en muchas obras es que son novelas capitulares cuya construcción no varía: como si en el proceso de escritura se decidiera ir por la fórmula más lineal, de acuerdo a transiciones más tradicionales. No es que esté mal, pero prefiero pensar que la experiencia de lectura no puede llevar únicamente en un sentido, sino que los relatos se bifurcan, los hilos conductores se confunden y confluyen diversas historias. Es mi modo de “avanzar”, si se quiere, en este camino del contar: que se presente tanto un desafío para quien escribe, para quien edita y para quien lee.
El paisaje es expuesto como un escenario deplorable y hasta siniestro, desde lo que se observa en lo cotidiano, lo que se mira desde una ventanilla de colectivo o con lo que alguien se encuentra con solo abrir una ventana de una casa. ¿Cuánto de lo local, tanto geográfica como idiosincráticamente, está presente en la novela?
Creo que cualquiera que viva provincia adentro en cualquiera de las regiones del país, puede sentir afinidades o sentimientos encontrados a la hora de constatar cómo se erige este pueblo de novela, y cómo representa incluso lo que no queremos que nos represente. De alguna forma, es “volver” a la idea de norte: un norte mutante, alienado y confuso donde muchas veces elijo narrar desde una óptica anacrónica o desfasada de la Salta promocionada. Eso, supongo, puede verse en los signos que dan una idea de dónde y cuándo sucede la novela: no hay celulares ni tecnología, los personajes habitan fronteras (geográficas y sociales) y se expresan con modismos propios de otras décadas. Entonces hay una suerte de ambiente contemporáneo pero sujeto a otros tonos, otros coloridos. En esos coloridos aparece el racismo y el clasismo, el paternalismo y la misoginia, que son todos aspectos importantes y actuales del norte argentino. Es curioso que menciones el ejemplo de las ventanas: mientras escribía esta novela pensaba mucho en ventanas, en el gesto de abrir y espiar; pensaba en las “viejas bisagras”, como se le dice a la gente chusma que está todo el tiempo en la ventana mirando (otra característica muy argentina): lo que sea que hubiere para ver, en mi novela, tenía que ser igual de siniestro que complejo, igual de grotesco que profundo, o igual de gracioso que revelador. Entender que una historia no debe impactar por puro morbo, sino que verdaderamente haya una instancia dialéctica y hasta poética en su maquinaria. No me preocupa que la gente no se sienta bien con mi libro: me importa que ese enfrentamiento del lector con la historia, así sea irregular o inconforme, genere nuevas preguntas. No me sirve el suspiro de emoción romántica al voltear la última página, lo que me sirve es saber qué se hace con el golpe que genera.
Llama la atención la expresión “pueblo dengue” dada la actual situación sanitaria del país. ¿Crees que en cierto modo la escritura puede funcionar como visión profética, o como modo de anticiparse a la realidad? ¿Te ocurrió esto con Diosas mutantes?
Uno de los epígrafes de “Diosas mutantes” es de “El ruido de una época” de Ariana Harwicz, en la que sostiene que “el arte es una visión y las visiones son siempre proféticas”. Cualquier acto de creación tiene en sí mismo una condición oculta: esa conexión que muchos quieren eternizar en una caricatura de lo bohemio y lo artístico, en realidad infiere en algo más coyuntural e inherente al ser humano. Crear es conectar. Entonces, una obra revela (o impide esconder) esas aristas y taras sociales que configuran la idea de comunidad. Lo que se revela, lo que se pronuncia, de alguna manera se vuelve visión: por eso la ansiedad del lector de querer corroborar si algo es cierto o no, saber cómo el autor se enteró de semejante cosa, etc. Hay algo de magia allí, en esa construcción que infiere en el lenguaje, en el inconsciente y también en lo comunitario: cómo se transforma -nos transformamos- en el proceso de lectura. Con respecto al “pueblo dengue”, considero que las operaciones mediáticas de los grandes aparatos políticos del país acostumbran a decidir qué es una situación crítica nacional y qué no: Tartagal tiene problemas de dengue desde que existe como localidad, en la escuela primaria estudiábamos con cartillas del gobierno sobre cómo no dejar restos de agua, hubo agrupaciones disfrazadas de aedes aegypti gigantes en los corsos de carnaval, y treinta años después la situación crítica no ha cambiado. O lo que cambió, en realidad, es que a las grandes urbes de la centralidad les empezó a dar fiebre y comezón y ahora se convirtió en una situación preocupante: no es una novedad que, cuando los grandes centros de poder se enteran de que esto existe, se le da una entidad que en las comunidades donde este problema existe hace décadas se mantuvo invisibilizado. En “Diosas mutantes” hay un nexo -quizá más literario que sustancial- entre el norte argentino y el sur de la India. Tanto por lo que ocurre en la novela como por sus semejanzas en la religiosidad, el ritualismo, la esperanza en sanadores y fenómenos inexplicables, la estructura deplorable de sus pueblos y, por supuesto, el dengue. Es una enfermedad propia de esas regiones tercermundistas y a muchos les debe molestar precisamente eso: que es una enfermedad de pobres, de aguas estancadas, y revela mucho -proféticamente, tal vez- de cómo nos pensamos como sociedad. Es lo más lindo de la literatura: no siempre te “acaricia el alma” sino que te permite verte como menos esperabas.
“Desde el principio de los días nos dedicamos a crear pura ficción”, se puede leer en alguna página del libro editado por Nudista el año pasado. ¿Podrías contar sobre el punto de vista que tuviste en cuenta para construir la historia?
“Diosas mutantes” había iniciado con una idea clara de qué tipo de historia estaba planeando encarar: como mencionamos antes, la experimentación estructural (el montaje, los capítulos, las divisiones) tenía mucho que ver con el armado de la novela en distintas épocas, y quedaba la pregunta ¿cuál es el hoy de la novela, es decir, cuándo es el punto actual de la historia? Porque a la hora de contar la vida (casi entera) de un personaje protagonista, preferí no empezar por el principio -como marca la regla- sino revertir toda época de tal modo que siempre nos estemos preguntando si el libro nos posiciona en el momento presente o hay una fuga constante de conceptos temporales. Hay tres historias que conviven, separadas, y luego se entrecruzan. No es un libro testimonio ni un libro prevención, no es una novela sobre resiliencia ni mensajes positivos: la historia sigue su curso sin interrupciones “diplomáticas” propias de la incomodidad o el pudor. Mi punto de vista como escritor no es necesariamente local o regional: tomamos decisiones a la hora de narrar, y esas decisiones permiten que la obra se “suelte” de las categorías que puedan condicionar su lectura. El libro puede tener gusto a NOA, podríamos decir, y no porque el autor sea de esa zona: sino porque la novela opera sobre los mandatos, lenguajes y visiones críticas que abordan esa región. Y con respecto al punto de vista a la hora de escribir, mi postura es clara y directa: hay que desaparecer de la página y dejar que la historia sea lo imprescindible. No porque no valore lo humano y su mundo emocional, sino porque considero que si nos ubicamos por delante del texto estamos siendo partícipes de una pantomima donde no dejamos que la obra se sostenga por su propio peso. Es como un tren fantasma: lo que hace funcional y divertida a la experiencia es que los técnicos que manejan los monstruos no estén en primera plana, sino detrás.
La novela revela bastantes datos sobre la vida religiosa, los cultos, las liturgias y los ritos, tanto cristianos como de otras denominaciones, también de ciertos personajes mediáticos como Raúl Abal, Claudio María Domínguez o Sai Baba. ¿Cómo trabajaste esos aspectos, realizaste investigación, y cuánta sirvió para los fines de la historia? ¿Tenías contacto antes con estos temas y vivencias?
Durante mi adolescencia y juventud estuve muy conectado (quizás demasiado) al brahmanismo y la literatura hinduista: esta novela fue el sitio donde todo eso tomó forma. Puedo asegurar que apenas conozco la palabra ‘investigación’. Sobre todo desde el punto de vista escolar o académico, ya que mi formación es -literalmente- nula. Toda la información que yo pueda manejar proviene de obsesiones. Los ejes temáticos son obsesiones o neurosis de larga data que luego toman forma en el plano creativo. Cada vez que alguien pregunta qué libro NO recomendaríamos, respondo lo mismo: alejarse lo más posible de la autoayuda, el coaching ontológico, lo holístico, la literatura new age o las diversas facciones de lo chanta en el mercado editorial. No nos cabe duda de que mucha gente lo necesita (una especie de empujoncito emocional que actualmente tiene demasiada aprobación: el mismo tipo de aprobación que les compete a las estafas piramidales) y que a mucha gente le sirve y por eso es un gran negocio; pero acá estamos hablando de literatura. Son cosas diferentes. El elemento de lo religioso está presente en la novela desde lo irónico pero también desde el criticismo: personajes como Claudio María Domínguez o Raúl Abal (que continúan vigentes en los medios argentinos) no aparecen como personajes meramente ficticios sino que los elegí por el tipo de cultura que representan, su consumo y su avanzada en las distintas áreas de la salud, la educación y, por supuesto, el arte y los libros. Obviamente, la novela me llevó por territorios inhóspitos. Cuando Raúl Abal me contrató como escritor fantasma para redactar su testimonio de vida como devoto de Sai Baba, yo estaba muy ansioso por comprobar que no hay misticismo alguno más que lo corporativo: es por ello que pensé que podría servir como punta de lanza para que, a través de la ficción, también instalemos públicamente estas problemáticas que están tan en boga hoy. Sin duda, es el libro que quería escribir: son los libros que llevan más trabajo, y son los libros que suelen ser los menos queridos por todo lo que exponen.
Para finalizar, la protagonista es una mujer a la que le ocurren una serie de experiencias que desencadenan su rumbo vital. ¿Cómo trabajaste las características primordiales de la misma? ¿Tuviste en claro algunos objetivos en su entramado?
Tenía muy en claro que no quería un personaje amigable. Devi es un personaje que no reflexiona ni se pone a “poemar” (como le dicen por ahí a los monólogos interiores incansables) sobre su propia vida, esperando que lance frases dignas de citar: es un personaje traumático que expresa la homofobia y la antipatía, la afición por el caos y la hostilidad. Al mismo tiempo, el lente de su cámara es el que permite que la historia avance, porque seguimos su historia. Generalmente se narran las infancias y adolescencias desde una óptica pasiva y positiva donde el personaje es incapaz de tener juicio propio: algo común en la literatura infantojuvenil que infantiliza o moraliza a los personajes según el propósito aleccionador que persiguen. Devi es un personaje sumamente contradictorio y, teniendo en mente otra frase de Ariana Harwicz (“Reducir las contradicciones de los personajes no es sólo imposible, sino antiliterario”), busqué la posibilidad de abrazar la contradicción, sabiendo que la secuencia de hechos establece un alto rango de incertidumbre: narramos hasta aquello con lo que estamos en desacuerdo. En todas mis novelas, comencé por una fotografía, una sensación ambiental, o una situación clara que me interesaba reconfigurar, pero en este caso lo primero que hice fue relacionarme con ese personaje. Por eso la idea de polifonía: una multiplicidad de voces y de historias que, sin embargo, enfrentan a este personaje con todos los elementos que hacen su universo vital. El amor, el sexo, el ser víctima o sobreviviente, la maternidad no romantizada y la autodestrucción. No es un personaje que vaya a generar identificación con sus opiniones o con la forma en que transita la historia: buscaba crear un personaje que nos dijera a la cara exactamente aquello que nos negamos a oír.
*ANÍBAL COSTILLA nació en El Mojón, Pellegrini, Santiago del Estero. Es docente, escritor y editor. Publicó, entre otros, los libros “Esto parece eterno” (Rangún, Caleta Olivia, 2019), “La urdimbre del miedo” (Buenos Aires Poetry, 2020), “Última oportunidad + 2 Poemas” (Arroyo Ediciones, 2021), “Antología I, Poesía Circular” (Mundar, 2021) y “El paraíso podría esperar” (Camelot América, 2022). Obtuvo el 1° Premio Nacional de Poesía Inédita “Enrique Banchs” (Fund. Arg. para la Poesía, 2022). Forma parte del grupo “Poesía Circular” y de “Poetas del Norte Entero”. En narrativa publicó la novela “Combi” (La Papa Editorial, 2023).